Todo comenzó el día que papá se llevó el horno de microondas para una cantina que había comprado y de la que no sabíamos nada; prometió sustituirlo tan pronto como pudiera, pero no fue así. Siempre que le preguntábamos sonreía y respondía: «¿Cuál microondas?» y continuaba charlando como si no le importara. Y así era, porque mamá y mis hermanos éramos los que lo ocupábamos y los que, por tanto, lo extrañábamos. Finalmente terminamos por olvidarlo, exactamente el día que se descompusieron el televisor, la videocasetera y las lámparas de la sala a causa de una terrible tormenta. Los técnicos llegaron al día siguiente y se los llevaron al taller de servicio que debía repararlos, amparándose en la garantía; tal vez por eso no le prestaron importancia y cada vez que telefoneábamos nos decían que estaban esperando un repuesto, que la semana que seguía estarían listos.
Al cabo de un tiempo nos acostumbramos a no tenerlos. Habíamos perdido la secuencia de nuestros programas preferidos y mamá concluyó por inventar la trama de su telenovela, poniéndole un final dulce como se supone que terminan todas ellas. Mi hermana fue la que más resintió la ausencia del televisor, pero se conformó y solo ocasionalmente preguntaba si el aparato ya estaría listo. Los encargados del taller jamás nos llamaron y como habíamos extraviado el número telefónico, nos resignamos a vivir sin noticias ni programas. No fue tan terrible; en verdad borramos los aparatos de nuestra memoria de tal forma que si nos preguntaban por alguno de ellos, nuestra respuesta habría sido, invariablemente, ¿y eso qué es?

Como nuestra situación económica era apremiante, comenzamos a vender lo que quedaba, incluida la estufa eléctrica, por lo que cocinábamos en el jardín, colocando la leña en un nido de piedras. Un día que estábamos ocupados en encender el fuego, vimos sorprendidos cómo se desplomaba la casa. Quedó a nuestros pies convertida en una montaña de diminutas bolillas de madera, perfectamente redondas. La polilla se la había tragado. Se desmoronó sin ruido, como si hubiera estado construida de delgadas láminas de papel.

—¡Mira lo que he cazado!
Traía un cerdo montés al que había degollado con un cuchillo de piedra. Mamá se puso tan contenta que lo besó, entonces mi padre puso la maza a un lado de la hoguera y gruñó atropelladamente un conjunto de ruidos guturales que no comprendí o que no me fue posible hacerlo porque me distraje mirando su ridículo taparrabo, pintado de manchas negras y amarillas. El de mamá es negro y el mío y el de mis hermanos de un bello tono café. Después de la sorpresa, destazamos el puerco y nos lo comimos crudo. Claro, eso fue hace algunos años, porque ya aprendimos a hacer fuego frotando dos ramillas secas. Mamá dice que progresamos y a papá se le ve contento, como si recordara algo.

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Un cuento genial, escrito por mi padre, Eduardo Da'Bosco. Pueden leer más de sus escritos en su espacio personal en Scribd. Estaré publicando un poquito de su obra también aquí en Mar de Silencios, que al fin y al cabo, somos ambos Da Boscos... jajaja! ¡Dejen sus comentarios!